PARTICIPACIÓN CIUDADANA
Decía James Madison, padre de la constitución de los EE.UU., que la diferencia entre los sistemas representativos (como nuestras democracias liberales) y la democracia directa está en la exclusión del pueblo, en su calidad de colectivo, de cualquier participación en el gobierno. No es que yo apueste ciegamente por la democracia directa, soy consciente de los problemas que ésta tiene a partir de cierto volumen de población, si no se recurre a algún tipo de democracia orgánica. Pero es cierto que la participación de los ciudadanos en la mayoría de los sistemas de gobierno representativo se reduce a los segundos que trascurren, desde que se selecciona una papeleta en la cabina de votación hasta que se introduce el sobre en la urna. Después, si te he visto no me acuerdo, y evidentemente eso que hay que corregirlo mediante controles sobre los gobernantes durante su periodo de gobierno y también controles ex-ante y ex-post , muchos de ellos ya experimentados en bastantes países con mayor calidad democrática.
De entre esos controles citaré las Iniciativas Legislativas Populares, que en nuestro país se estrellan contra el muro de la normativa más retorcida que se pueda imaginar y de la indiferencia de nuestros engreídos representantes. Tampoco los referéndum son objeto de ninguna consideración por parte de nuestros afianzados políticos; referéndum los hay para lograr la revocación de cargos electos, hecho que se produciría si, tras la pertinente recogida de firmas para la revocación de un cargo público, se convoca un referéndum al efecto, y resulta apoyada la propuesta; los Referéndum Obligatorios contemplados en la legislación de algunos países como Australia o Suiza, consistente en que determinadas decisiones legislativas, como las que puedan afectar a la visa humana, o a los derechos fundamentales de las personas, tienen que ser obligatoriamente sometidas a referéndum, cuyo resultado será vinculante para los poderes públicos; los Referéndum Abrogatorios que se convoca para votar la revocación vinculante de una ley aprobada por el Parlamento, cuando una iniciativa popular ha cumplido todas las exigencias para ser tomada en consideración. Y no puedo dejar de recordar los Juicios de Residencia[1], a los que ya aludí hace dos domingos, como método eficacísimo para examinar el desempeño de cualquier servidor público y los posibles excesos en los que haya podido incurrir.
CONTROL POLÍTICO
Dada la deriva que está tomando el sistema de gobierno representativo en nuestro país y en muchos otros, en los que la democracia liberal ha sentado plaza, genuinamente o por enfermiza influencia anglosajona, es urgente que los ciudadanos exijamos un mayor nivel de participación en las decisiones políticas. Votar un día y olvidarnos durante cuatro años de participar en la vida política de nuestra nación es precisamente lo que desean esos políticos que, poco a poco, se han ido distanciando de sus empleadores, los ciudadanos, creando sus exclusivos espacios de confort y sus redes de influencia, sin control alguno por parte de los ciudadanos hasta la siguiente votación. Si, además, consiguen intervenir en el Poder Judicial, pieza fundamental para garantizar del cumplimiento de las leyes, el grado de malsana satisfacción del político es máximo. Por ello, hay que exigir la introducción de métodos de control que aseguren la participación ciudadana en las decisiones políticas trascendentes. No podemos permanecer pasivos, George Orwell decía que “un pueblo que elige corruptos, impostores, ladrones y traidores, no es víctima, es cómplice”. Yo añado que un pueblo al que no le interesa controlar el desempeño, la rectitud y eficiencia de sus administradores públicos, que no olvidemos que son sus empleados, está condenado a ser esclavo de autócratas con piel de demócratas.
[1] Juicio de Residencia (Diccionario Panhispánico del español jurídico): Fue un procedimiento habitual, cuyas características fueron el automatismo y el procedimiento prefijado en la esfera de la Administración real, si bien se trasladó a algunos lugares de señorío, sin la eficacia y características de los oficiales públicos. El juicio de residencia, aunque sin esta denominación específica, se recogió en las Partidas, adoptándose desde el derecho romano tardío y actualizándose en el derecho común. En las Partidas se recoge la fórmula romana según la cual los jueces debían permanecer en el lugar donde habían ejercido su cargo cincuenta días tras su cese, a fin de responder a las reclamaciones que se plantearan. Por lo que en dicho texto afecta solo a los jueces. En Castilla existían con anterioridad soluciones a las reclamaciones de responsabilidad de los jueces; la diferencia que hay al introducirse el juicio de residencia es que se hace habitual y es un modo de reforzamiento del poder real. Desde su inicial carácter de procedimiento para los jueces a principios del siglo xiv (Cortes de Burgos de 1308), se amplía a la totalidad de los oficiales del rey. La trayectoria del juicio de residencia no es lineal, sino que tiene altibajos en su aplicación, confundiéndose o superponiéndose a ella la pesquisa, sistema de alcaldes veedores, rendición de cuentas o sistemas de supervisión de unos oficiales sobre otros, etc., hasta que se intente su aplicación mediante la puesta en vigor de las Partidas por el Ordenamiento de Alcalá de 1348, sin lograrlo realmente; se consolidó a partir de las Cortes de Toledo de 1480 y posteriormente mediante la Pragmática de 1500 sobre juicios de residencia también llamada capítulos de corregidores, pero hasta finales del siglo xv no fue un procedimiento ordinario, porque antes solo se realizaba ocasionalmente, cuando había denuncia, alborotos en el ejercicio del cargo, etc. En Castilla estaban sometidos a residencia todos los oficiales reales, excepto algunos altos cargos de especial relevancia, como los miembros de los Consejos (cuya inspección se realizaba mediante visitas, muy esporádicas). En América, por el contrario, se sometieron a juicio de residencia todos los oficiales, incluso el virrey. Al procedimiento similar en la Corona de Aragón, especialmente en Cataluña se lo denominó Purga de taula.
DEMOCRACIA DIRECTA EN LA GRECIA ANTIGUA
Ni siquiera en los periodos democráticos de la Grecia antigua se puede decir que tuviera un sistema de democracia directa en sentido estricto, pues no todos los poderes eran ejercidos de forma asamblearia. Es cierto que la Asamblea (Ekklesía), formada por todos los ciudadanos (hombres libres, mayores de edad, hijos de atenienses), se reunía una vez al mes para tomar decisiones políticas mediante voto a mano alzada y que se identificaban con el pueblo (demos). Pero, como señala Bernard Manin en “Los Principios del Gobierno representativo”, existían otras instituciones que ejercían funciones también vitales y cuyas decisiones eran claramente diferenciadas del demos. Dos de ellas eran la Boulé y la Heliea, la primera era un consejo que dirigía el gobierno diario de la ciudad y presentaba a la Asamblea los puntos del orden del día que debían ser discutidos y votados, la segunda era una suerte de tribunal popular encargado de dirimir pleitos de diferente materia e importancia, incluso contra algún decreto o ley aprobada por la Asamblea que se considerara inconstitucional. En ambos casos sus miembros eran elegidos por sorteo, introduciendo de esa manera un elemento democrático que contrarrestaba el carácter aristocrático del Senado (Areópago).
A un nivel inferior de las anteriores instituciones existían las magistraturas, unas se asignaban por sorteo y otras, las que requerían conocimientos específicos (aristoi), lo eran por elección, es decir las que entendían por ejemplo de la gestión del tesoro, la dirección de la guerra o las embajadas internacionales. En todo caso, los ciudadanos seleccionados para ejercer de magistrados no eran representantes de nada ni de nadie, eran simplemente delegados para ejercer una función determinada y estaban bajo control continuo de la Asamblea, pudiendo ser además denunciados por cualquier ciudadano ante la Heliea.
Atenas no era una democracia directa en sentido estricto, pero se le acercaba y la forma aleatoria de elegir a los ciudadanos para desempeñar muchas de las funciones públicas, junto a normas relativas a la rotación y la limitación de los mandatos, le daba ese carácter democrático contrapuesto al aristocrático del Senado. Se estima que de los 700 magistrados necesarios para el gobierno de la ciudad, unos 600 eran seleccionados por sorteo. A la consideración de los magistrados como simples delegados y no como representantes, se unía que el sistema de sorteo estaba inmerso en un tupido y rodado sistema de vigilancia y corrección, que garantizaba los controles necesarios sobre aquellos que ejercían unas delegaciones consideradas temporales y exclusivamente con la misión de implementar las decisiones políticas de la Asamblea. En estos aspectos es donde radica la principal diferencia entre la democracia “directa” griega y nuestro sistema de gobierno representativo.
No pretendo elevar la democracia directa a la categoría de sistema político perfecto, como no lo fue la de Atenas que precisó, a veces, de periodos dictatoriales para devolver las aguas a su cauce, pero tengo que reconocer que aquella democracia libró a Atenas, durante largos periodos, de los mayores peligros del sistema democrático: la deriva a la tiranía y la corrupción. Aquel sistema, además, controló la excesiva profesionalización de la política, que era y es el camino para caer en esos peligros. Tengo que admitir que aquella democracia, con su sistema mayoritariamente aleatorio de selección de cargos produjo una mayoría interesada en la participación política y bastante capacitada frente a una minoría aristocrática que se reproduce por principios hereditarios, económicos, o de conocimientos, en definitiva logro interesar a los ciudadanos en la política y permitió su participación en la toma de decisiones y en el control de los cargos políticos.
CONCLUSIÓN Y EXHORTACIÓN
A pesar de lo atractivo de todo ello, todos intuimos los problemas que una democracia directa supondría en nuestros modernos estados, a menos de que su ejercicio fuera modulado por algún tipo de democracia orgánica, sistema basado en la estoica concepción orgánica de la sociedad del “idealismo alemán”, cuyo máximo representante fue Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831), en “la filosofía krausista” de Karl Christian Friedrich Krause (1781-1832) y, sobre todo, en las ideas de Enrique Ahrens (1808-1874), alumno de Krause, y que fue el primer gran teórico de la representación de intereses y de la democracia orgánica.
Quiero dejar en el ánimo de los que quieran escuchar que es urgente, e imprescindible, que exijamos un mayor nivel de participación en las decisiones políticas y un control más cercano y frecuente de nuestros políticos. Es una forma de empezar a poder cambiar la deriva autocrática que está tomando esto a lo que llaman democracia. Puede que sea la única manera de parar la perdida de independencia de las instituciones que en democracia deben mantenerla. Seguro que, si tuviéramos algunas de las herramientas de participación que mencioné al principio, muchas de esas infumables leyes que nuestros supuestos “representantes” se han atrevido a promulgar hubieran sido revocadas, al igual que algunos políticos que el sistema nos han colado de rondón para ocupar cargos que les vienen evidentemente grandes.