Hoy, 13 de septiembre de 2020, a la vista de la deriva que viene tomando, desde hace tiempo, la situación política de nuestra nación y como consecuencia del rechazo que me produce observar cómo se empobrece y envilece la vida parlamentaria, he decidido compartir, a través de una serie de artículos, algunas partes del estudio que hace un tiempo inicié sobre una posible y seguramente necesaria reforma del sistema electoral español.
¿Qué me impulsó a empezar el citado estudio? La sensación personal de que, en gran cantidad de temas de importancia capital, existe una considerable distancia entre la actuación de los políticos y el sentir de una gran mayoría de los que han sido sus votantes. El convencimiento de que las Cortes Generales, Congreso de los Diputados y Senado, han perdido buena parte del poder que les atribuye un sistema parlamentario como es teóricamente el nuestro, en favor de un poder ejecutivo cada vez más encarnado en la persona de un líder de partido que, apoyado en los pocos militantes de carné, controla férreamente al partido y al grupo parlamentario correspondiente. La evidencia de la disfunción a la que han llegado tanto el Congreso de Diputados, como el Senado, como consecuencia de que, por efecto de la Ley electoral actual, se ha convertido aquel prácticamente en la cámara de representación territorial y a éste en una institución casi vacía de contenido.
Que existe una distancia clara entre el sentir de los ciudadanos y los políticos está muy claro. En el Eurobarómetro de 2018 el nivel de desconfianza de los ciudadanos españoles en el Parlamento era del 79 %, en los partidos políticos alcanzaba el 88 % y en el gobierno el 76 %. Evidentemente son cifras que revelan un distanciamiento preocupante entre los ciudadanos y sus “supuestos” representantes.
La tendencia a los liderazgos fuertes y excluyentes también se ha abierto camino en nuestra democracia. Los partidos políticos cada vez cuentan con menos militantes, su democratización interna es sólo aparente y el control sobre esos pocos militantes, por los afines al aspirante a líder es relativamente más fácil que hace unos años. El proceso de primarias en los partidos, si alguna vez ha servido para algo, se ha convertido ahora en una exaltación del que mejor ha logrado controlar a la escasa militancia y del que más eficazmente adoctrina vía twitter, es decir, a base de consignas expresadas en textos cortos, contundentes y viscerales (el lenguaje de las redes digitales tiende más a lo emocional y a lo intuitivo que a la reflexión analítica). Esa personalización del liderazgo del partido se traduce automáticamente en el control exhaustivo del aparato dirigente del mismo y, mediante la disciplina de voto, en el control del grupo parlamentario olvidando que, según el Artículo 67.2 de la Constitución los miembros de las Cortes Generales no están ligados por mandato imperativo.
Para echarle más sal a la herida, nuestra ley electoral, hecha a medida de los partidos que estuvieron llamados a protagonizar la transición a la democracia, ha derivado en una situación, seguramente no prevista (¿o sí?), en la que partidos localistas, guiados por intereses muy particulares, han logrado una representación desproporcionada en el Congreso de los Diputados que, además, en no pocas ocasiones, ha sido clave para que el partido en el poder lograra las mayorías parlamentarias necesarias para sacar adelante sus proyectos, previo pago de la correspondiente cuota a aquellos. De esta manera hemos llegado a tener un Congreso de los Diputados que parece más una cámara de representación territorial, o mejor dicho de sobrerepresentación de los partidos localistas con mayor capacidad de chantaje.
Todo esto unido es congruente con lo que, según algunos, era el modelo de transición que se buscaba, que no era otro que aquel que consistía en desactivar la iniciativa popular, dejando inicialmente todo el proceso en manos del parlamento para luego, como en todos los sistemas parlamentarios “racionalizados”, pasar la iniciativa al ejecutivo. Solé Tura, del Partido Comunista Español (PCE), fue uno de los que más trabajó por hacer descansar el control del proceso de transición en el parlamento, no le gustaban las consultas populares, como a la mayoría de la izquierda, porque posiblemente no confiaban en la cultura política de la sociedad española y tampoco les interesaba mejorarla. Posiblemente tuvieran razón, no lo sé, pero hoy día esa desconfianza es aún mayor y más general y, además, siguen sin hacer nada positivo por corregir sus causas.
Es más fácil y cómodo bajar el listón, no empeñarse en contar verdades, ni en pedir esfuerzo intelectual, ni en recomendar análisis racionales. Por eso, hoy día, se evitan los discursos y debates políticos serios y profundos, con propuestas plausibles, con fundamentos ideológicos. Por el contrario, se emplea la demagogia más chabacana y el populismo macarra, ahorrándose el esfuerzo intelectual de convencer con la autoridad de los buenos argumentos a unos ciudadanos que deberían votar más con la cabeza, aunque también con corazón. Con esta forma de proceder no se corrige la presunta falta de cultura política de la sociedad española, sólo se logra que el pueblo tenga una idea negativa de esta política tan banalizada y empobrecida, y la vea como un mercado en el que se ofertan unos productos que, al cabo de poco tiempo, resultan defectuosos o que pocas veces responden correctamente a las expectativas. Se llega en esos momentos a pensar que la representación está fallando.
Como consecuencia de la divergencia entre los resultados de las políticas emprendidas y las expectativas dadas en periodo electoral y como resultado del empleo de discursos excesivamente simplistas y demagógicos, una vez pasadas las elecciones, las decisiones políticas de nuestros gobernantes y los complejos procesos que conducen a ellas no son comprendidos por un ciudadano al que le han hecho sentirse insuficientemente capacitado para ello. Al fin, éste no ve plasmadas sus expectativas y, sintiendo que su función ha perdido valor, se convierte en un ciudadano frustrado, que tenderá a prestar menos atención a los contenidos de los debates políticos (cuando realmente los haya) y más a la imagen del político de turno, convirtiéndose, además, en una persona más expuesta a la manipulación de los sentimientos irracionales. Lo peor de esta situación es que la frustración y el simplismo caen posteriormente en el resentimiento de muchos ciudadanos hacia los políticos, despreciando sus opiniones y distanciando al ciudadano de la autoridad del argumento (cuando lo hay). Por otra parte, las élites abandonan su responsabilidad de representar e instruir y dejan de lado los cambios sistémicos realmente necesarios, escondiéndose en el cortoplacismo y en la política espectáculo.
He descrito hasta ahora un panorama nada alentador y que, ya de por sí, podría conducir a pensar en la conveniencia de realizar algún cambio en el sistema electoral español. Tras un sesudo estudio, se podría dar con la clave para corregir esos defectos que parecen haber tomado plaza en nuestra clase política y en la ciudadanía. Entre otras cosas, esos cambios deberían dirigirse en primer lugar a buscar un nivel de representación que mejorara la sintonía entre la actuación de los representantes políticos y las expectativas de los representados. En segundo lugar, deberían orientarse a devolver al Congreso de los Diputados y al Senado a las funciones que les asigna la Constitución, que no son otras que la representación de los ciudadanos en un caso y de los territorios en el otro y, en ambos casos la representación del pueblo español (de todo el pueblo español), de los intereses locales o parciales y del interés nacional, a veces en conflicto. En tercer lugar, deberían volver a dar el valor que debe de tener el Parlamento en una democracia parlamentaria, más equilibrado respecto de ejecutivo, en sus funciones legislativa y de control del gobierno, para lo que no sólo serían suficientes algunos cambios en el sistema electoral, ya que sería también conveniente modificar alguna legislación que actualmente ofrece al ejecutivo la posibilidad de gobernar por decreto y soslayar el control parlamentario de esa y de otras formas. De la misma manera también debería revisarse el funcionamiento interno de los partidos, para poner en su justo lugar al máximo dirigente, evitando los excesos de culto a la imagen del líder “todo poderoso”, fabricado de manera artificial como en una fábrica de “Madelman”, e igualmente replantearse las relaciones entre los órganos directivos de los partidos y los grupos parlamentarios correspondientes. Pero en estos últimos temas no voy a entrar porque el objetivo de este estudio es únicamente el sistema electoral.
Existe una considerable distancia entre la actuación de los políticos y el sentir de los votantes. Hemos llegado a tener un Congreso de los Diputados que parece más una cámara de representación territorial, con unos partidos localistas sobrerrepresentados y con una importante capacidad de chantaje.
Vacío Demográfico en España
Una descripción sencilla de la situación demográfica actual de España, sus causas y su futuro previsible. También se analizan las políticas públicas necesarias para corregir la tendencia a la baja de la tasa de natalidad.